... y ante ninguna pregunta, ellas, las respuestas, son tan
innecesarias
como el miedo.
Todos somos un aborto de millones de vidas.
Nadie muere de deseo,
cada quien con su tragedia particular,
a nadie le interesa lo que esconde su piel y la desnudez.
Las fieras y las víctimas se pasean juntas e indiferentes.
Perdimos la lengua y el hambre,
el andar cauteloso de la selva y el gesto conmovido de la
presa.
Uno tropieza, sin inmutarse, en las estrechas calles, con
cadáveres
que ven los amaneceres y atardeceres desde sus puestos
preferentes,
sus ojos velados por el fracaso rotundo de la vida.
Ni tan siquiera la muerte intimida.
En cualquier esquina se desploman los cuerpos de desánimo y
fracaso, de futilidad;
sucumben como bajo el peso de un aplastante cansancio.
La atmósfera esta saturada de nombres olvidados,
de esperanzas que ya no esperan,
de fe que ya no cree ni en si misma,
de pozos de basura de más de dos mil años de acumularse:
un día abrí la puerta y me encontré con que ya no podía
salir
y me invadió el alivio de ya no tener que hacerlo.
Si yo pudiera olvidar este futuro sentenciado que llena los
ojos de sucia bruma,
si el tan temido fin del mundo no se hubiera presentado como
esta orgía
de gente sola a la que no le queda más memoria que la de una
dispersión,
de un sincronizado suicidio por drogadicción, embriaguez,
asfixia y supresión, por neurosis y disfrute del
sufrimiento.
Si yo pudiera olvidar este ridículo futuro sentenciado que
se cierne
sobre tiempo, espacio y realidad como circular repetición
amenazante:
¿trataría de escapar a la caída o daría un paso hacia el
vacío?
Solo quedan respuestas innecesarias y el cielo,
solo queda silencio y un mal pronóstico meteorológico.
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